Sin romanticismo
Parecía triste que la mayoría de las calles no tuvieran nombre, sino números -soy más de Sopa de Letras que de Sudokus-, pero así se puede encontrar con facilidad cualquier calle; es como jugar al juego de hundir barcos al buscar donde se cruzan dos números.
Aunque al hacerlo, en la zona de las Torres Gemelas se quitan las ganas de jugar… El monumento por las víctimas del 11 S contrasta con el materialismo americano: elegante, sutil y vacío, más parece un monumento Zen japonés.
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La Estatua de la Libertad, en la Bahía de Nueva York es más pequeña de lo que aparenta en películas, quizá como aviso a navegantes de que a menudo el ‘Sueño Americano’ con el que muchos emigran se puede romper como una figurilla de porcelana.
El ferry que pasa junto a la isla que la alberga va lleno de gente esclavizada al teléfono, mientras la Estatua de la Libertad los saluda con sorna. Nueva York es bilingüe: si le envían allí para practicar inglés, reclame que le devuelvan el dinero, pues muchísima gente habla español.
Uno puede desenvolverse sin saber inglés. Nuestro idioma se extiende como hiedras escalando los rascacielos. Me topé con un primo lejano al que nunca había visto y me dijo que la familia no le transmitió el español e incluso, algunos familiares se cambiaron el nombre, porque en los años 50 y 60 estaba mal visto ser hispano allí.
Viendo como el castellano está en el transporte público, carteles, papeleras y apellidos españoles que rotulan en mayúscula todo tipo de establecimientos. Parece que nuestro idioma regresó con venganza a la ‘Ciudad que nunca duerme’ con tanto hispano, quizá ahora tenga siesta y la ‘Gran Manzana’ se llame la ‘Gran Papaya’.
Es una ciudad cara, sobre todo en Manhattan que en lugar de rascacielos hay un gran rascabolsillos. En Central Park se ve a ciclistas tirando de carritos, como trilleros que nos piden cifras desorbitadas por llevarnos a recorrerlo, a pesar de que es mejor hacerlo a pie.
Hay diversos lugares para ir a ver películas, como Maid in Manhattan o Solo en casa 2. El parque es el pulmón de la urbe; ese pulmón que sirve también para dar aire a la ciudad, nuevos vientos a cargo de los múltiples grupos de música jazz que contagiaban su ritmo a los transeúntes.
El Puente de Brooklyn: in cluso si no os gustan las selfies, te atrapa con sus cables-telaraña y te hace estar mucho tiempo sacando magníficas fotos del skyline. Además, es imposible encontrar supermercados como los de Europa.
A veces, en Manhattan, me preguntaba si los neoyorkinos son androides y no comen nada, porque al contrario que Londres, las tiendas y los restaurantes no están a cada paso. En cambio, pequeños puestos móviles, motorizados, a menudo mugrientos, están por todos lados, vendiendo hot dogs y Coca-Cola.
Times Square es como el Picadilly Circus londinense multiplicado por 100. Me acuerdo de Blade Runner a cada paso y, a pesar de que es espectacular su amalgama de pantallas con anuncios de toda clase, cambiando a la velocidad de un parpadeo, al poco rezo por encontrar un centro de meditación que me ayude a controlar el mareo que llevaba.
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Esta es una plaza futurista con sabor a pasado lejano, que hace parte de mi memoria televisiva infantil. Subo a The Edge, un rascacielos con una de las mejores vistas de la ciudad. Fui a regañadientes, ya que prefiero vistas de naturaleza, pero una vez arriba, me quedé ojiplático.
Nueva York destila belleza incluso, para los amantes de lo rural. Tiene magnetismo a cargo de sus fríos edificios inertes, en su conjunto, un Gestalt urbanístico, que crea belleza desbordante. De repente, los edificios eran árboles colosales y montañas del Himalaya al mismo tiempo, y las vitrinas de cristal como lagos suizos.
En el crepúsculo, miles de luces se encendieron al unísono como luciérnagas y cuando había alguna titilando, era una estrella guiñándonos el ojo. Con las luces de los móviles era como estar junto a la hoguera en este atávico momento, mirando con mi tribu, que habla español, como yo, tan peculiar armonía artificial, sintiéndome naturalmente en casa.