Volver no es siempre volver: ¿A dónde pertenecemos realmente?

Hombre de espaldas frente a una puerta, representando el regreso a casa tras la migración. Hombre de espaldas frente a una puerta, representando el regreso a casa tras la migración.
A veces, volver al hogar es enfrentarse a un lugar que ya no es el mismo.

En esta crónica, Gustavo Portugal recuerda que volver no es siempre volver. El regreso puede ser físico, pero la pertenencia está hecha de memorias, afectos y ausencias. A veces, el hogar ya no es un sitio geográfico, sino un puente invisible entre lo que fuimos y lo que seguimos siendo.

Pertenecer no implica estar atado a una tierra, sino a un tejido de memorias y emociones. La pertenencia es, fundamentalmente, un puente intangible entrequienes somos ahora y quienes fuimos con otros.

Volver no es siempre volver del todo

Hace tiempo, en la presentación de un libro, un autor latinomericano confesó algo que me conmovió: “he intentado muchas veces regresar”. Se refería a su tierra natal, a ese impulso casi instintivo de volver al lugar donde uno cree que pertenece. La frase quedó resonando en mí, porque también he sentido esa tentación.

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Vista panorámica de los andenes circulares de Moray, en Cusco, Perú, bajo un cielo despejado.
Los paisajes pueden despertar memorias que nos reconectan con nuestra infancia y raíces.

Como muchos migrantes, a veces me asalta el deseo de regresar. A mi país, a ciertos paisajes de mi infancia, a esas calles donde me formé como joven. Pero con el tiempo descubrí que no es tanto el lugar lo que busco, sino las memorias y las personas que lo habitaron. Y que, cuando regreso físicamente, lo que encuentro no siempre coincide con lo que mi memoria guarda.

Volver nunca es volver del todo. El barrio, la ciudad, la plaza o la casa pueden estar ahí, pero las personas que le daban vida ya no siempre están. La abuela en la cocina, los amigos de la infancia, los amores que se fueron: todos esos rostros son los que en realidad sostenían el sentido de pertenencia. Lo que duele no es que el lugar haya cambiado, sino que aquellos que lo habitaban ya no estén presentes.

Con los años, he comprendido que pertenecer no significa estar anclado a un territorio fijo, sino a una trama de memorias y afectos. Que la pertenencia, en el fondo, es un puente invisible entre lo que somos hoy y lo que alguna vez fuimos con otros. Y esa certeza la he aprendido, paradójicamente, lejos de casa.

El poder de las memorias en la pertenencia migrante

Aquí en Londres, entre culturas que se cruzan y códigos que se mezclan, me he dado cuenta de que mi sentido de pertenencia no depende solo de estar en Lima, en la selva amazónica, en Sicilia o en cualquier otra ciudad donde haya vivido. Depende de la capacidad de llevar conmigo esas memorias. De mantener vivos a quienes ya no están. De aceptar que pertenecer es también aprender a convivir con la ausencia.

Recuerdo, por ejemplo, mi experiencia durante la pandemia, cuando quedé varado en Trapani, un pueblo costero en Sicilia. Allí, entre olivares centenarios y huertos de tomates, descubrí un paisaje que, de manera inesperada, me recordó a las laderas verdes de la ceja de selva peruana.

La luz, el silencio, la tierra fértil: todo resonaba con mis recuerdos de infancia. Comprendí entonces que la pertenencia no siempre se hereda, a veces se elige. Que uno puede sentir hogar en un lugar nuevo, cuando logra entrelazarlo con la memoria que trae consigo. ¿Por qué pesa la felicidad cuando migramos?

Este descubrimiento cambia la mirada sobre lo que significa emigrar. Porque la migración nos enseña que no hay retorno absoluto. Podemos volver físicamente, pero el lugar de la memoria nunca se recupera por completo. Y quizá eso no sea una pérdida, sino una enseñanza. El regreso imposible nos recuerda que lo que realmente nos pertenece son las historias compartidas, los gestos cotidianos, los vínculos invisibles.

Por eso creo que los migrantes pertenecemos no tanto a un espacio geográfico como a una memoria colectiva. A quienes nos recuerdan y a quienes recordamos. A las voces que ya no escuchamos, pero que siguen resonando en nuestro interior. A los afectos que viajan con nosotros y nos sostienen incluso en tierras lejanas.

La pregunta entonces no es tanto ¿a qué lugar pertenezco?, sino ¿qué memorias me sostienen, qué personas me acompañan incluso, en la distancia o en la ausencia?

Pertenecer también es narrar y recordar

En un mundo donde millones de migrantes buscan un lugar al que llamar suyo, esta reflexión no es menor. La pertenencia no es un pasaporte ni una frontera, no es un punto fijo en el mapa. Es un acto de memoria. Y la memoria, aunque frágil, puede ser el hogar más sólido que tengamos.

Grupo de personas migrantes participando en un taller sobre identidad y pertenencia.
Espacios comunitarios donde se comparten experiencias de regreso y reconstrucción del hogar.

Por eso, cuando escucho a quienes dicen “he intentado muchas veces regresar”, pienso que quizá lo que realmente buscamos no es volver al lugar, sino a quienes nos dieron sentido en ese lugar. Y que, aunque ellos ya no estén, aunque el tiempo los haya llevado consigo, permanecen en nosotros como raíces invisibles.

Así, pertenecer es también narrar. Contar nuestras memorias, compartirlas, volverlas palabra, imagen, canción o película. Porque mientras las contamos, esos lugares y esas personas siguen existiendo. Y quizás ese sea, al final, nuestro verdadero hogar: el relato que nos acompaña y que nos une con otros.

Entonces, ¿A dónde pertenecemos realmente? Tal vez, no a un país, ni a una ciudad, ni a una calle. Tal vez pertenecemos a esa memoria íntima que nos define, a los vínculos que nos formaron, a la posibilidad de seguir contándolos.

Y tú, lector o lectora: ¿a qué lugar crees pertenecer? ¿Al sitio donde naciste, o a las memorias que llevas contigo, incluso en la distancia?

Autor: Gustavo Portugal / Corresponsal Express News UK

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